martes, 5 de agosto de 2008

SU PRESENCIA EN CADA PUENTE


Por, Irving Moncada*

El verano era grandioso. Los días empezaban a alguna hora, de eso puedo estar seguro, pero a esa hora incierta cuando la oscuridad era reemplazada por un sol funesto y omnipresente, yo siempre estaba dormido. Sólo sé que los días empezaban mientras yo dormía allá arriba, en el cuartito improvisado que Arrigo construyó especialmente para mi estadía con él.

Cuando por fin decidía levantarme, en la casa, o más bien, en ese lugar donde Arrigo con la resignación de todo hombre viejo y solo había decidido vivir, reinaba la desolación; porque sería un eufemismo llamarle silencio. Era un lugar horrible, lo sé, pero estaría ahí por poco tiempo, mientras conseguía algo mejor en la ciudad. Yo igual nunca me sentía en casa, lo único que me hacía levantar diariamente para comprobar que el sol seguía saliendo y mi desespero por irme de ese lugar aumentando era el paseo en bicicleta hasta la ciudad para estudiar en los pianos del conservatorio. El camino, aunque monótono, me permitía estar una hora entre sembradíos de tomate y cielos limpios que, a mi ritmo irregular y caprichoso, podía prolongarse en eternas jornadas de contemplación. Además me han gustado desde siempre las variaciones; como desviarme para conocer un arroyo, meter los pies tímidamente en él y mirar hacia las copas de los árboles mientras se mecen con del viento, o ir hasta la fábrica abandonada y sentir el miedo primitivo al olvido y la belleza singular de lo olvidado.

Después venían los ritmos propios de la ciudad. Parecía imposible que un puente cambiara de manera tan abrupta mi percepción del espacio. De un lado todo ese verde, ese rojo y ese azul peleando por figurar; del otro, el verano era una constante de fachadas amarillas, techos de barro y un bochorno implacable hasta en la sombra. Pero la ciudad no estaba del todo mal, la gente paseaba y tomaba costosos cafés en plazas y restaurantes, dejándose embriagar por ese aire denso y aromático que lo contaminaba todo y sumía a sus habitantes en un estado letárgico de siesta después del almuerzo. El verano traía consigo tiempo para el ocio, para tomar una tras otra, las cervezas de la tarde y prepararse para las de la noche. De eso estaban compuestos mis días.

Al llegar al conservatorio, dejaba mi bicicleta a la entrada, después subía las escaleras y atravesaba el largo corredor hasta el fondo, donde se encontraban los salones de piano. Allí me dirigía a esa funcionaria extraña que ellos llaman “videla” y le pedía un piano. La videla, siempre distinta, solía ser una señora mayor de 60 años, que dependiendo de su estado de ánimo o sus prejuicios étnicos del momento, adjudicaba un salón de estudio; algunas veces con un Stainway, donde me acomodaba intimidado, y poco a poco iba acostumbrándome a tanto sonido que parecía increíble fuera ocasionado por mis dedos; otras, con un piano que aunque de cola, bien podría no serlo y sonaría igual. Estos los abordaba con desinterés tocando escalas y estudios. De vez en cuando golpeaban a la puerta, casi siempre era la videla que quería cambiarme a otro piano o limpiar el teclado y abrir las persianas. Pero una vez no fue ella.

Abrí la puerta y me encontré con un muchacho que ya había visto antes por los pasillos del conservatorio, lo recordaba bien, de andar nervioso y apurado, siempre solo. Se quedó callado al verme, forzándome a decir cualquier cosa. Hola, ¿necesitas algo?, acerté a decir toscamente. Sonrió incómodo y, disculpándose, respondió que sólo quería oírme. Lo invite a seguir y aproveche para abrir las persianas y finalmente verlo bien. Era un muchacho joven, tal vez un poco menor que yo, algo rollizo, con la tez propia de los del sur, de ojos claros y aspecto infantil. Por alguna razón empecé a sentirme perturbado. Él se sentó en una silla de esas que usan los otros instrumentistas y calladísimo esperó a que me acomodara de nuevo y empezara a tocar. No supe bien si seguir con el Prokofiev, es lo que estaba tocando antes de que él llegara, aún me faltaba estudiarlo y muchas partes estaban sin armar. Sentí que debía impresionarlo. Arranque con un preludio y fuga de Bach; me sentía como en un examen. El preludio no salió tan mal, pero en la fuga, debido al calor que hacía en el salón, mis manos sudorosas y la fuerza de su presencia, empecé a errar notas. Él pareció notar que me estaba incomodando y silencioso como hasta el momento había sido, se levantó y casi susurrando me dijo que mejor me dejaba estudiar tranquilo. Le hice un gesto con la cabeza y enseguida se fue. Me sentí estúpido...

* Compositor y pianista de la Universidad Nacional. Ha difundido la mayor parte de sus relatos en el periódico estudiantil Contexto.

(Lea más en el 4to. No. de la revista Rilttaura.)

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